De momento, y mientras caigan en mis manos proyectos interesantes, sigo combinando el trabajo de traductora con el de profesora sustituta. En los últimos años me he especializado en un ámbito que me apasiona: la edición de diccionarios bilingües. Me encuentro en estos momentos finalizando un proyecto de un diccionario de argot y, al editar la palabra "vache", me ha venido a la memoria un recuerdo de la adolescencia que tiene que ver con mis primeras experiencias como estudiante de francés.
Huesca, mi ciudad natal, está hermanada con la ciudad francesa de Tarbes (Midi-Pyrénées). Cuando despertó en mí la pasión por la lengua francesa y todo lo que tuviera que ver con esta cultura, los ayuntamientos de ambas ciudades organizaban unos intercambios lingüísticos durante el verano: primero los oscenses, adolescentes todos, pasábamos quince días en casa de familias francesas, y luego los chicos franceses pasaban quince días en nuestras casas. Lo ideal (visto desde la distancia, claro está) era que te tocara en una familia en la que no tuvieran ni idea de español (o al menos eso te dijeran el primer día), porque tenías que espabilarte como fuera.
Allí me encontraba yo, fuera de las clases (por entonces había estudiado francés durante tres años en la EGB y un año en el instituto), dispuesta a poner en práctica todo lo que había aprendido. Mientras nos dirigíamos a la casa (un HLM muy "a la francesa", con moqueta y perro incluidos), iba yo calladita en el asiento trasero del coche tratando de entender la conversación que mantenía la familia y respondiendo tímidamente a lo que entendía de sus preguntas. En una conversación sin trascendencia de la cual apenas pillé unas cuantas palabras pero imaginé el resto (había que ir a comprar el pan), el padre profirió un "Oh, la vache!" (expresión familiar que bien podría traducirse por "¡jo!" u "¡ostras!"). Todavía recuerdo sus carcajadas cuando me vio a mí, con cara de panoli, tratando de descubrir dónde narices estaba "la vaca".